Aquella mañana me acosté pensando en el sombrero que me pondría al despertarme, parecía algo incongruente, ni yo lo comprendía, pero no era la primera vez que aquel despreocupado gesto me costara demasiado. Mis sueños como de costumbre fueron los más vívidos que hubiera tenido hasta el mumento, pensaba que nunca dejarían de incluir más y más detalles inquietantes. Aquella noche fui el jinete de una criatura alada salida del pedazo de fantasía que quedaba incrustado en las fibras más antiguas de mi cerebro. Sobrevolé los tejados de una ciudad híbrida, las casas estrechas y adosadas, estrujadas de forma que las ventanas y las puertas se estrechaban y estiraban hacia la cumbre de tejas. Las calles medievales, empedradas descendían incomprensiblemente hacia una extensión de tierra urbanizada, vestida de lentejuelas y botones de oro que desde el aire proyectaban los edificios futuristas más desafiantes. Mi sensación era de control total, de júbilo, el roce del aire, la suavidad de la piel del ser asemejado a una raya marina, la sangre queriendo salirse del cuerpo forzada por las piruetas más gráciles e intrépidas jamás dibujadas en los cielos del onirismo.
martes, 15 de mayo de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario